jueves, 12 de abril de 2012

Los imitadores (parte II)

No es que estuve tanto sin escribir, pasa que mucho no vino acá, y el resto, bueno.. todo ha de escribirse (y terminarse de escribir) a su debido tiempo. Y a veces ese tiempo yo no lo conozco. Pero parece que el de este, terminó hoy.

Hace poco menos de un año, estaba lo que sería la primera parte de esto, que tiene que ver, pero igual son independientes uno de otro. O por ahí no, y no me di cuenta. Qué se yo.

Con el poder de síntesis que lo caracteriza, saluda atte.,
El autor.

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El sujeto de pruebas N°2 es, quizás, el más reciente. Lo analicé unos pocos días, y creo que casi logra engañarme como a una más de sus víctimas - mujeres todas ellas -. Quizás justamente por mi género es que no se propuso tal cosa conmigo, o tal vez (y esto es lo más probable) yo no di lugar al engaño, ni a la complicidad. Apodaré a este muchacho 'Carlitos', aunque (no estoy para nada seguro) su nombre sea Joaquín.


Carlitos ha de ser un agradecido al Cielo, o quizás al Infierno. A Dios, al Diablo, a la deidad que más le plazca (casi no conozco sus creencias), porque no sería nada -sí, lo triste también existe- sin los accidentes. Esos sucesos naturales (o, mayormente, antinaturales) que nos sorprenden y marcan como un camino a un mapa; esas ¿breves? historias que alguien ya ha escrito por nosotros (mal que nos pese) y con nuestra propia sangre, y que nos veremos obligados a leer incluso así el final de la misma sea su posible autor, la muerte. Y en dicho caso, tendremos algunas ventajas: primeramente, leer esa historia por primera y única vez (aunque esto puede evitarse con una dieta rica en lágrimas y grises, tales suministros suelen ser difíciles de conseguir). Y, en segundo lugar (esto también evitable abriendo bien los ojos para no mirar), estaremos a salvo de ser víctimas de esta basura.

Ciertamente nada tengo en contra de Joaquín, pero sus costumbres han llegado a molestarme. No directamente, claro, pero quien me conozca sabrá que es justamente esto lo que más me perturba. El dolor ajeno, la impotencia de ver una vida querida (amada) dejar de brillar, opacarse, por la traición de la propia memoria. No puedo juzgar a sus presas, y mucho menos a aquella que más ha dañado (como tantos, como todos, como ella misma lo hace ahora), pero sus hábitos entorpecen la posible (y tan difícil) aparición de aquél que aún pretenda encandilarse y obligarla a amar. Abrazarla hasta el llanto, pero el verdadero llanto: aquí no sirven las simples tormentas –por indomables que sean-, los rastros en el asfalto mojado, la mera humedad; todo esto son sólo escaparates de sujetos como Joaquín, escapismos, promesas no incumplidas pero olvidadas (y renovadas), simple búsqueda de anécdotas profundas, de la apariencia natural, como siempre que no se conoce la verdad. Hablo de lo real, del llanto no por el llanto mismo, sino por su pasado y su futuro, del sol inútil que mentía al cielo, de la falsa calma y la pávida tranquilidad que todo lo domina tras su paso, como esas bromas que jamás deben hacerse (las bromas están hechas de mentiras).

Sin embargo, medie el honor, debo aclarar dos elementos importantes:

El primero, Carlitos, es que yo podría estar en tu lugar, ser hoy el objeto (secundario) de las letras de otro, no lo niego. Sentir lo que vos estás sintiendo al leerme. Yo podría ser como vos. Pero me resistí. Lloré lo que no sabía cuando estaba bien no saberlo, temblando sin aire en mi antiguo colchón bajo la luz de un televisor amargo, cuadrado como mis límites que se deformaban como mi cuerpo (siempre bajo mi control), mi destino sirviéndome arcadas a las que me obligaron a volver, un piso de certezas derrumbadas bajo el siempre opresor techo de la oportunidad. En aquellos años, leía más que ahora (y ahora leo mucho). Hablaba mucho menos. Y así y todo, reconozco que mi infancia pudo tener la suerte de ser mucho más desintoxicada que la tuya. No lo se, ni me interesa, pues no te juzgo; sólo te describo. Tampoco te condeno, no es siquiera necesario: la psicología reza que probablemente, hayas sido tu propia víctima.

La siguiente aclaración, es que a este particular muchacho, si bien lo he incluido bajo el título de esta entrega, la palabra que mejor lo define no es “imitador”, sino “impostor”. Y esto no ocurre, como mayormente pasa, por un afán casi instintivo de transmitir y entregar lo falso, sino por la incapacidad adquirida de no poder ser nada genuino ya, nada más que eso. Un impostor, una nueva naturaleza, como un desierto quieto, delusorio, envolviendo sin esfuerzo alguno a la propia esencia, tan seca y diminuta que no logra salpicarse ni en los diluvios que tanto añora y corrompe.

En otra vida, una más triste y a tu altura, podría haberme sentado a tu mesa, o a la mía, donde fuere, y mirarte al escupir estas palabras en tu vaso hasta rebalsarlo. Tiñendo mi sonrisa de venganza hirviente, observando tu tablero quieto, tus manos trémulas por querer ahorcarme y conquistar el encanto del mutismo, y de lograrlo aún inconsciente sonreiría, sabiéndote infeliz y victorioso en lujuria plena con un silencio travestido que en plena faena tomaría mi voz y mi sosiego para despertarte de los sueños que ya no tenés, para encadenar tu imagen a un espejo que no muestra ni bellezas ni transformistas, sino tus manos escabrosas y torpes, sicalípticas, y la más infeliz desnudez rodeada de muñecas muertas. Y aunque soportaras el temblor y el espanto, en quien sabe qué esperanza de falso poeta, ya de nada te serviría. Puede no te conozca demasiado, pero sí a mi y a tus ataques. No son nuevos. Tu arrogante habilidad con los refranes quedará estéril: si quiero mi perro es verde, y acepté mi soledad de loco bueno (los malos, acompañados). Ante mi entendimiento, serías como… una marioneta sabinesca; yo no ignoro nada, mastico y digiero (y sin vomitar).

Joaquín “querido”, resultás aburrido a algunos ojos. Tus dotes de artista, ni los juzgo ni los conozco; una vez más, sólo describo. ¿Qué querías ser cuando fueses grande? ¿Músico? ¿Pintor? ¿Escritor? ¿Dibujante? Sin duda lo hubieses logrado. Pero por la crudeza de tus realidades (que me han contado), por la desidia y la incuria de tus acciones, por la degradación de un alma (o dos, pero la tuya poco me importa), por todo aquello es que comprendí tu muerte, tu evitable metamorfosis: reíste y reirías en mi cara ante mis ilusiones, ante la búsqueda de lo maravilloso, la inocencia casi absurda, esa que llamás ingenuidad. Y toda razón tendrías en hablarme de futuros, y derrotas, y “evoluciones” y revoluciones, y quizás (y de seguro) poco quede de mis sueños al leer la historia completa. Hasta casi paternal me dirías que no construya castillos en el aire, y con la misma inocencia de aquél que infirió de qué estaban hechas las bromas (Víctor, 3 años de edad), te repetiría tu consejo, el que no seguís. Porque la ilusión es la antesala de la realidad, la realidad sin ilusión no existe. Y lo malo de olvidar esto, es cuánto cuesta recordarlo.

En esencia (eso que perdiste), querríamos lo mismo. Pero vos disfrazás tus sentimientos con desenfreno, liviandades seniles que no te preocupa contagiar, el asco por tus emociones que ya no son genuinas y nunca –hace años- lo fueron, queriendo siempre lo mismo en la raíz misma de tu enfermedad, por más que te engañaras (y las engañaras): seguir enfermo. Eso te da renombre, una reputación y fama (no) apta para curiosas. Podés cambiar, pero ya no querés hacerlo. Por eso sos un impostor. Porque tus traiciones también se sublevan, y tu poca dignidad, sometida e ignorada como esos llantos que empeñaste, intenta gritar, aplastada, rota; de nuevo la lujuria para tu peor pesadilla de silencios. Y yo, con mi enfermedad en una mano pero también la cura en la opuesta, disfruto de mis cadenas. Me enfermo cuando quiero (y seguido). Saboreo cada gota de mi ilusoria realidad, la dicha inabarcable de ser el primero en ser el último, del pasado que ahora es mío y no lo fue, tu regocijo y tu tiempo que se terminan ya inútiles por incompletos, y tu asco que renace y te da miedo, ese miedo al miedo del suicida que necesita la mayor valentía para tomar la decisión más cobarde que existe.

Lo mío, como verás, son las sutilezas. Y también las pierdo cuando quiero.

Apagá el velador, Carlitos.

2 mejoraron el silencio:

Curda dijo...

lo bueno que lo podremos debatir en breve.


la imágen esaa, jajaja ♥

[Has] dijo...

Por supuesto.

=)

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