martes, 27 de septiembre de 2011

Veteres ludi


Ninfas. Eso es lo que eran. No había soberanías allí. Imposible se tratase de emperatrices, sumas majestades acompañando al camino. De ninguna manera. Eran ninfas. Yo puedo decirlo, pues presencié toda la escena. Por desgracia no puedo asegurar sus nombres (atribuyo esto a la belleza y el horror vividos), pero mis recuerdos me aproximan a llamarlas Adrastea y Deyopea.

En el centro del cuadro, él. Permítanme desdeñar el nombre del pobre diablo; si lo despojo del poco orgullo que le queda, desaparecerá. Y claro está, todos (incluso él) preferimos que muera. Sólo mencionaré su larga cabellera oscura, presuntamente negra. Se lo notaba divertido y tenso; aunque creía no poder perder, sabía que algo andaba mal. Intentaría echar mano a sus amuletos, pero de poco sirve el hielo junto al fuego.

La prohibición de fumar resulta francamente inútil. El ambiente se mantiene, digamos, agradable. Sin dudas parece haber más gente (esto tampoco lo recuerdo exactamente), pero aquellos son sólo espectadores. Las luces son tres, aunque una mengüe constantemente.
Adrastea ríe mientras chispea un encendedor que encontró en su bolsillo – ella no lo puso allí, pero no le resulta extraño –. No diviso una sola salida del lugar, a no ser por un amplio ventanal en el lejano techo, vidriado, invisible por la plenitud de la noche.

El muchacho inspira gustoso. El aire está puro.

Delante suyo, se ve una antigua mesa de estilo inglés con varios motivos decorativos, rulos y ribetes formando bellezas laberínticas a lo largo del extenso mueble. El mismo posee 6 bases y se encuentra forrado en un pacífico paño verde, suave como la piel de Deyopea, quien se mantiene cautiva y dócil, en silencio, frotando unos palillos que recogiera camino a ese recinto, años atrás. Nuestro protagonista bebe un whisky rojo que él mismo se sirviese del manantial posterior minutos antes de dirigirse a la mesa, y al notar los leves movimientos de los dedos de Deyopea, pierde el control de los suyos, derramando el contenido de su vaso que cae intacto sobre el glauco paño. Éste se oscurece tan pronto como sus ojos. La audiencia permanece calma y alguien retira el ya inocuo recipiente.

El muchacho se estremece. Su esperanza es inflamable.

Las ninfas no beben y la acción comienza en la mano derecha de nuestro protagonista, que agita los dados, impetuosos, perfectos cubos blancos numerados. La tensión es máxima al verlos libres en el aire, en un azar movedizo e invariable. La suerte ya está echada. Los dados rebotan al final de la mesa y proponen la segunda dosis de adrenalina, esa fugaz y giratoria carrera hacia el pasado que Él puede apreciar cada vez más de cerca, de nuevo un destino inconmovible a punto de ser descubierto. Adrastea sonríe exageradamente mientras Deyopea nubla sus ojos.

Los dados mueren en la alcohólica mancha sinople y arrojan un profundo doble 5. No hay premios para aquella coincidencia en el juego popular. El muchacho se lamenta, frunciendo sus labios y cerrando sus ojos, e invitando a su mente a unos pocos segundos de reflexión. En la sala hay un leve murmullo. Sus manos se encuentran vencidas, totalmente abiertas sobre la mesa, aquél plato en donde su victoria fue servida y devorada.

Buscando consuelo, un infantil consuelo, sus dedos se estiran, vengativos, buscando los dados una vez más. El rastreo comienza a ciegas, pero abre los ojos al no encontrar el éxito, al tiempo en que la sala vuelve a silenciarse. Pero esta vez, la quietud es mayor. El conticinio es absoluto, innegable, al cruzarse su mirada con la de Adrastea quien muestra, firme, su puño derecho cerrado frente a la humanidad de quien, a estas alturas, ya era su adversario.

- ‘No puedes jugar contra mi’, disparó Él, convencido.

Sus miradas continuaban enfrentadas, graves, incólumes. Por primera vez, rivales. Adrastea giró su cuello, y volvió su mirada hacia el paño. Deyopea, incrédula, caminó en silencio hasta estar a un solo paso de distancia del muchacho. Sus manos estaban a pocos centímetros.

- ‘Cambiaron las reglas’, exclamó Adrastea, mientras su puño se deformaba dando a nacer al azar, nuevamente.

Nuestro protagonista no quiso mirar, pero no pudo evitarlo, al ver sólo un dado girar en el aire. ¿Qué se proponía aquella, con semejante necedad? El pequeño cubo apenas llegó al final de la mesa, y detuvo el tiempo en un resultado ensordecedor. La cara triunfante mostraba 7 puntos negros sobre ella.

El muchacho, atónito, comenzó a pedir explicaciones cada vez más exaltado, ante una Adrastea que se alejaba de la mesa lentamente. La espalda de aquella ninfa lo hacía sentirse paralizado. Apenas sí pudo moverse cuando las lágrimas vencieron a sus endebles rodillas.

- ‘No has hecho trampa’, balbuceó Él, ‘y sin embargo, eso es lo que más me duele’.

Sintiendo como si aquél fuera el mayor sacrificio jamás realizado, como si de él se desprendieran años futuros para lograr volver al pasado, nuestro corroído protagonista giró sobre su espalda, buscando a Deyopea. Empezaba a amanecer, y la oscuridad ya no era tan espesa en el lugar. La ninfa lo apreciaba, abatido y frágil como lo describían sus ojos. A su alrededor, la audiencia se revelaba: sátiros en su mayoría, malvados contenidos aún ante los vestigios del orgullo del caído. No podían verla, pero Adrastea aún estaba allí: aquellos lascivos desenfrenados no habían permitido que hiciera su camino y la atrapaban entre sus sombras, desluciéndola a la distancia. Podían sentir su presencia como ella padecer lo viciado y vacío del nuevo ambiente.

Con la fuerza que no tenía ni supo encontrar, el muchacho logró devolver uno de sus pies nuevamente al suelo. La rodilla derecha seguía inamovible. No podría incorporarse solo. Ni tampoco querría hacerlo. No con Deyopea allí, frente a él, magnífica, aún en su miedo por el miedo. Ella lo miraba, tenue, como la única luz que aún se mantenía encendida en el recinto, que la enfocaba directamente.

- ‘Por favor, Deyopea’, suplicó Él. ‘Juega’.

Aún quedaba un dado por lanzar.

martes, 20 de septiembre de 2011

Reina (su beso)

Tanto tiempo.
Algunas cosas no se notan.

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Yo no se a vos que te ven,
si al amanecer nunca sos capaz de conmover;
siempre tan gris, aunque te maquillés,
cuando el sol pega en tu sombra, se quiere esconder.

El verano te pone cruel, me tiento con abandonar
pero no puedo (aún no puedo).
Con frío el tono cambiás, pero nunca
me sorprendés (en 25 años, una vez).

Y sigo acá, mirándote, viviéndote,
"mi Buenos Aires, querida...".

Entiendo que
de noche puedas atrapar,
tus peligros y delicias de la mano de la ley
y al revés (¿o no hay revés?);
sos "la reina" y por eso ya no hace falta virrey.

Y algo dormís (de 11 a 16),
para un par de horas más tarde explotar en un caos ya añejo
que empeora con el tiempo y ¡cuerpo a tierra!,
no me salvo ni abajo de ella,

sólo queda a salvo el cielo
y somos muchos mirando hacia arriba,
y nadie mira,
porque rápido la arena cae, y nos volverá a tapar
mañana...

Me diste un horizonte y se muy bien
que aquella idea en la playa no era lo fue.
Pero ya ves, llegó "la evolución"
y el más apto (otra vez) yo no soy.

Son tantas aquellas que viven en vos,
como un libro que siempre vuelve a empezar;
cada página una historia más
y ningún final (feliz);

así, yo vi muchas almas naufragar
y no quiero que mi balsa sea otra más.


Enfrento todo lo que has podido ser;
X: un número, una letra y una cruz,
incógnita imposible de resolver,
la matemática tan exacta no es.
Intensa como pocas, cambiaste de forma,
oscureciste por tu norte todo el sur.

Puede te extrañe, no lo niego,
actué en tu escenario más de una vez
rifando mi suerte en tus manos.
Ayer y nunca te olvidaré.

Si creés que enloquecí,
intentaré aclarar:
en el desorden siempre algún mensaje habrá.
Me tocará partir cuando exista el lugar
para cantar un nuevo sueño y no desafinar.
Reiré cuando recuerde que viví
entre tus brazos sin poder salir.