lunes, 24 de octubre de 2011

María Soledad

Pameo/meopa encontrado entre el fin del 23/10 y el comienzo del día siguiente, claro.

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María Soledad es una invención mía
que jamás pude recordar.
Nunca logré entender lo que decía al hablarme
(en mi vida la oí),
así como me resulta imposible explicarles
si era una simple (¡jamás!) mujer con dos caras o,
de tal forma,
una moneda demasiado perfecta para ser gastada,
acuñada en mil noches de sol y hastío
como el lema más bienquisto y perenne 
del peor de los otoños.

María se volvió una asesina y Soledad no se anima a matar.
Entre ambas sedujeron a los diablos más pobres
que alguna vez pisaron la tierra
(y mordieron el polvo).
Javier deseó a María sin saberlo años antes de conocerla,
sin siquiera ser capaz de soñar con ella.
Soledad devoró su inocencia en tres bellos actos
y sobre su ilusión cadáver se notaba la cruz
que tallaron en su espalda.
Una de ellas (adivinen cual)
supo ver muerta a la muerte,
conoció todas sus caras e intentó morir,
estúpida y naturalmente.
Vivió lapidariamente hasta encontrar su lugar en el mundo.
Su amiga besó a un imbécil antes del amor,
su amor hizo lo mismo antes de conocerla.

La mayor de ellas tiene miedo,
la restante no lo sabe,
y ella, única e indivisa,
podría deshacerme instintivamente,
como el agua forma el barro con su canto,
y ese canto hiere al cielo, en silencio,
el silencio que, otra vez, ella, me dijo
cuando sus ojos lo vieron, a él, en llanto,
ahogándome a mi, y sus ojos secos.

Soledad está conmigo, ahora lo saben,
pues María nunca me ha abandonado.
No ha vuelto a tener ella una Navidad buena,
ni la voy a tener yo, quizás, en años.
Por esa cama que él dejó ausente, ese segundo injusto,
injusto el tiempo, la vida y todos:
el amigo perdido y su mutismo que me atormenta,
un regalo exquisito, puro, su alma envuelta en un árbol blanco
al que el invierno desnudó de color para que luego la primavera,
el fin de la última primavera
lo arrancara de raíz para esconderlo, deshonrarlo,
mutarlo hacia otra especie.
Un alma, un árbol, madera para un sólo lápiz
con el que hoy ella escribe su historia.

En su ausencia,
en silencio,
María Soledad.

martes, 18 de octubre de 2011

El menú

Les tararearía la melodía, pero no está buena, y además no se entendería.
(breve oración consecuencia de mis ganas de escribir "tararearía", que me parece una palabra genial).

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Hoy quisiera un consejo, o quizás dos
(así al fin tenés para elegir).
Miro el menú y ya te pido el postre, para empezar,
total, ya pasó la hora de cenar.

El primer plato era tentador, casi me engañó
(esa noche lo pude probar),
volvió a las manos de aquél cocinero, el peor gourmet
que con minutas se sabe arreglar.

Sí, vos sabés
que si hay apuro y vendés tu tiempo,
el reloj no te va a ayudar.

El principal resultó estar frío, ¿podés creer?
No importó cuanto lo quería comer.
No soy un tipo hábil en la cocina, no se muy bien
como tomar del mango la sartén.

Sin embargo yo preparé la mesa, hallé el lugar,
hasta tomamos vino del mejor,
pero parece que se me hizo tarde, o se arrepintió,
o se perdió al pasarme a buscar.

¿O no sabés
que si los ojos no rompen la foto
entera siempre la verás?

Al fin llegó lo que a mi más me gusta, se hizo esperar,
no es nada especial la presentación.
Le pregunto entonces a usted, mi linda cuisinière,
si el secreto va estar en el sabor.

Tan dulce que tendría que estar prohibido,
tan oscuro que apenas puedo ver.
Cierro los ojos y disfruto todo en mi paladar
y pido repetir sin siquiera mi boca limpiar.

Porque sabés
que no tiene caso marcar las cartas
en la belleza del azar.