domingo, 29 de mayo de 2011

El mensaje

Oí tu voz, de madrugada,
como una luz, dibujó una melodía
perdida en un piano
dos siglos atrás.

Tus dudas, quietas;
mis manos, frías.
La sangre viva,
en oleadas tristes,
premura joven
sin norte, ayer.

Confío en mis ojos
que ven los tuyos, aún aquí:
tu pelo suelto, el cuerpo hambriento,
mi aliento preso, la noche gris.

El tiempo incierto,
nublado el cielo,
claro el camino y puro el sentir:
cierto el destello,
lágrimas guías,
fulgor de abril.

La deuda impaga (por esta hora);
aguardo un beso, nada gentil.
Extraño todo lo que no tuve
y que no te di.

viernes, 13 de mayo de 2011

Continúa

Esto tendría que haber quedado posteado ayer como a las 2.30 am., pero bueno.. el compañero Blogger andaba con tos.

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A veces, creo que no veo.
Realmente me asusto mucho.
Parece que nadie me entiende
si hablo de la edad del tiempo,
del nombre del sol,
de la culpa del viento,
de una ilusión.
Salvo los ciegos.

Por momentos, siento que no escucho.
Y eso en verdad me incomoda.
Nadie comprende que mencione
el gusto de una melodía,
el ánimo de la lluvia,
el color de una risa,
una voz.
Tan sólo los sordos.

Ahora, ¿he perdido el habla?
Sería mi peor castigo.
No saben, no sienten, no creen,
en un amor sin un beso,
en la libertad entre rejas,
en madrugadas de 10 años,
en la palabra.
Excepto los mudos.

Que un ciego me ha visto,
que un sordo me ha oído,
que un mudo me ha hablado,
yo puedo decirlo;
porque aunque despierto
yo sigo soñando.

miércoles, 4 de mayo de 2011

El malabarista

Podría haber puesto una "canción", pero no es el momento adecuado. Tampoco es adecuado el término "adecuado", pero... nada, no insistan.
También podría haber escrito algo supuestamente gracioso, pero no hice las cosas lo suficientemente bien en la semana. Sabrán disculpar. Lo que ven es lo que hay, y lo que hay, está acá abajo.

¡Saludous!

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            Con 15 años, no muchas cosas resultan sencillas. El regalo apenas ha sido descubierto, la envoltura (perfecta, arrugada o destruida) está al alcance de las manos, y resulta que uno ya debiera comenzar a idear qué camino trazar, hacia dónde, con qué sentido y amplitud… cuando, por supuesto, ni siquiera se está seguro de saber cómo se traza un camino. Para peor, el nombre ‘Ernesto’. Podría haber sido un Pablo, un trilladísimo Carlos a devenir indefectiblemente en ‘Carlitos’, un dicótomo Christian, pero no. Ernesto se llama Ernesto, y ni siquiera se imagina la posible importancia, en absoluto. Y ya en el colmo del asunto, él está seguro de nunca haberse propuesto ser un artista, ni siquiera lo ha imaginado (nunca tuvo el tiempo), pero allí está. Ernesto y el público. Ernesto, el malabarista.

            El pasillo es largo y nuestro protagonista no se halla ansioso. Lo que siente es miedo, fiel y absoluto miedo. Quizás también un poco de frío. Algún experimentado artista de vocación intentaría inclinarlo a disfrutar el momento, el aroma del silencio, la incertidumbre palpable y el maravilloso gusto del acto a realizar, del público expectante como piraña en pecera, pero aquí la situación es diferente. De hecho, ni siquiera hay silencio, y ha evitado tocar sus manos para no encontrarse con esa sensación extraordinariamente helada. El gusto ya se ha tornado demasiado rutinario para resultar agradable, y sí (aquí el supuesto consejero habría acertado), comparable a una piraña y su comúnmente ligado deseo de despedazar a su presa es la austeridad del público presente; escaso, comprensiblemente, por tratarse de la noche de un miércoles. 

            Algunos incluso no han pagado su entrada, adquirible por dos monedas (¡o con tarjeta!). ‘Total, podemos pasar gratis’, dirían, increpados al azar, mientras ignoran todo, ignoran saber, tanto como a Ernesto y su acto. He visto sobradas muestras de irrespetuosidad. Pacatos ellos, sumergidos en sí mismos, seguramente en músicas o incluso libros generalmente vacíos, en cuyas líneas no parece existir la posibilidad de decir ‘gracias’, o escuchar un aplauso. De encontrarme apresurado hasta los llamaría descartables. Fui testigo de aquél muchacho que presuntamente, estimo, habría observado atento el show, de principio a fin y con una digna sonrisa cansada en los labios, de no haber caído en la incómoda caricia del sueño inoportuno, mientras que a su lado una muchacha besaba a un celular. Me detuve en ella; la llamaré Aldana. Sus labios no son fucsias, aunque lucían aquél color, como el pañuelo que apresaba a su fino cuello, y las tiras de sus Adidas, algo gastadas. Los jeans figuraban brillantemente nuevos y estúpidamente rotos, por esa celeridad que no permite vivir la historia, llamada moda. Ray-Bans tornasolados, tan costosos (intuyo) como grandes, casi ocultando el piercing naranja que asomaba desde su ceja derecha (desde mi perspectiva, claro: procuraré no coincidir en nada con ella). El cabello apareció rojo y furioso, con una disciplina casi marcial, indudablemente trabajada, como la posición de sus numerosos anillos. Otros dos piercings intentaban no pasar al olvido, desde un costado de su pequeña nariz, y por debajo de su labio inferior, en la mitad exacta de su boca. Por último, un cinturón de tachas finalizaba la ornamenta, a riesgo de parecer una enorme pulsera confundida en una muñeca notablemente desproporcionada.

            Cuando terminé de observar a Aldana, Ernesto se encontraba ya en la mitad de su acto. Otra vez en la mitad, ese momento cumbre en el que – yo podía percibirlo – la mayor parte del público deseaba con brutal ahínco que su equilibrio en movimiento se desintegrase como lo común de sus vidas, como esa cruel tristeza que se apoderaba (a diario) del precario teatro. Pero, como si hiciera falta acrecentar las distancias y la envidia (también la percibía) aún más, Ernesto hizo un número perfecto. En una humildad natural, jamás decía palabra alguna, más allá de su breve autopresentación (el presupuesto no alcanzaba para animadores), y su poco más larga – pero sumamente cordial – despedida.

            Analicé hasta el final el acto, siguiendo a Aldana de reojo, y luego mirándola inconstantemente al tiempo que Ernesto comenzaba a retirarse de su escenario. Ella jamás me observó. Aseguro, con matemática exactitud, que no cruzó su mirada con la mía en ningún momento, a pesar de estar situada justo frente a mi, en todo el trayecto que los malabares del joven dibujaron en el aire, ese aire que tanto le falta a lo digital. Sí supo mirarme de reojo, cuando me levanté de mi asiento y me dirigí a la puerta de salida, quizás creyendo haber despertado mi interés. Me resulta ocurrente pensarlo, puesto que de haber sido así, cualquier registro de su persona se hubiese eliminado de mi mente tras ver el desprecio de su perfil frente a la boina de Ernesto, extendida, estéril, frente a ella. 

            Por suerte, supe encontrar un billete de dos pesos antes de bajarme en la estación Varela. Yo no se muy bien a qué iba donde iba, pero sí se a qué iba Ernesto, y hacia dónde: otra vez a repetir el acto, tragando un suspiro, al siguiente vagón.