jueves, 24 de marzo de 2011

3 de corazones


Cuando Pablo despertó aquél martes de marzo, las dudas que se abrazaban en su cabeza le hicieron notar con gran rapidez que no era un día normal. Nada rutinario. El ventilador movía sus aspas a una velocidad mínima, francamente estúpida. Un derroche de electricidad, producto de una bobina que ya no quería otro verano más. De cualquier manera, no hacía calor. La sábana colgaba de un extremo, casi como gimiendo desde un precipicio, entre el colchón y la cama. La “funda”, como él siempre (y erróneamente) la llamaba, también se había desprendido de una esquina, y tenía más marcas y arrugas que sus propias manos, lo cual era mucho decir. Las cortinas, claro está, estaban cerradas al máximo posible, aunque se dejaban divisar algunas líneas de luz, impolutas. Pablo quiso adivinar la hora, pero al momento de corroborar su augurio, el envoltorio de un Mecano le impidió ver lo que marcaba su radio-reloj. Era curioso que un muchacho de más de 30 años nunca hubiese recibido o adquirido uno de esos famosos juguetes, pero sí había devorado la grandiosa golosina más de una centena de veces, de todas las formas posibles, sobre todo succionando el dulce de leche de su interior.

Algo andaba mal, pues como se mencionó, las sábanas estaban perfectamente desprolijas, desarregladas al extremo, y, claro, Pablo amaneció en soledad y cansado, por supuesto: note usted, amigo lector, que nunca dijimos que nuestro protagonista hubiese dormido, en algún momento.

Sin siquiera ánimos de desayunar (de cualquier manera, no debía ser hora de hacerlo, si es que acaso había una horario para ello), tomó un viejo anotador, algo menos manchado que la alfombra de su habitación pero sumamente amarillento, y comenzó a escribir, casi apurado, como si incluso tuviese una idea. Escribió un nombre, adustamente no antecedido por la palabra “querida”.

“Como odio a tu miedo. Ese imbécil lo arruinó todo. Convirtió la arena de nuestro castillo, de aquellas playas a las que nunca fuimos, en un pantano asfixiante, ciertamente pequeño, pero casi con la profundidad de un horizonte. Nos quitó todo: a mi, mayormente, la energía y la esperanza; a vos, por supuesto, el tiempo que creías prisionero (y con él, tu espacio). Te cedí el mío, resignado y triste, presa de un abandono, casi esclavo de una fidelidad animal, asquerosamente derrotado. No fue suficiente. Y terminó el tiempo de volver el tiempo atrás. Algún purista diría que se rompió una promesa. Yo… yo no sabría exactamente qué decir.”

Resultaron ser las 16 en punto cuando dudó acerca de firmar aquella carta. ¿Era eso lo que tenía que decir? ¿Era eso lo que quería decir? Y principalmente, ¿quería decir algo, o simplemente descargarse, gritar frente un espejo hasta quebrarlo con sus propias lágrimas? Tras una breve visita al baño que lo ayudó a despertarse, y apenas asomarse a su balcón por un ruido que llamó su atención, tomó la decisión, y, obligado, continuó escribiendo en una nueva hoja, al tiempo que se recostó sobre su cama.

“Como odio a tu miedo. Jamás lo he entendido, y no por no encontrarle una razón, sino justamente, por no comprenderla. Si te conozco bien (o, al menos, creo, ‘lo suficiente’), ¿cómo podría concebir tu comodidad en esa quietud recatada y sosa, como si acaso tu admirable rutina no fuese ya suficiente? Tiendo a suponerte confundida, como las mareas que no ven la luna: no es posible que te dañen de felicidad. Ya aprendiste a no dejarte engañar, ¡no vuelvas atrás, mujer! Vamos, si no te vi, pero te puedo ver… ¿recordás esos momentos en los que no sabés bien dónde meterte? Bueno, exactamente ahí, en esos instantes mortales, sentidos, patéticos pero enternecedores, podrías venir acá mismo, acá, apenitas a un costado, elegí el hueco que quieras. Pensalo bien, ¿a qué te hace acordar esa escena? No es sólo ese pequeño pañuelito garabateado en colores que termina devolviendo una sonrisa reluciente entre tus manos húmedas, tampoco simplemente ese cuadro amoroso y primordial, seno del descanso y del cariño que suceden al dolor, ni tantas otras estrellas de tu cielo. Justamente, es a tu esencia, a tu propia luz (y a su reflejo). No quieras estar sola… hay bien que dure cien años. Sólo hay que encontrarlo.”

Pablo despertó y ya eran casi las 20. Esta vez sí se había dormido, y el reloj ahora estaba a la vista, dando su beneplácito por la involuntaria siesta. Lloviznaba, como en el sueño que acababa de concluir, del que no recordaba demasiado. Se había hallado en una discusión acelerada, vertiginosa como viento de otoño, quizás con alguien, quizás con nadie, quizás con él. No logró rememorar el contenido, mas sí la conclusión del supuesto debate, así como su techo no comprendía el inicio de la lluvia, pero sí el rocío que lo bañaba. Y tal desenlace había sido su desagrado absoluto por ciertas mixturas, aquellas falsamente artísticas, justamente, por su ilegitimidad, esa nitidez adulterada de todo destilado barato, un maridaje propio del cobarde indeciso y remilgado que todo lo quiere, pero no por pasional ambición, sino por simple capricho. Indignado y algo aturdido, arrancó una nueva hoja de papel (la última, aseguró para sus adentros) y paseó, con dominantes nervios, la lapicera por el ámbar plano.

“Cómo odio a tu miedo. Sí, al tuyo por sobre todos. Ese par de ojos, hermosísimos pero tan asustados, me dan una amargura única, y un deseo casi prohibido, como inalcanzable. ¡Qué injusta has sido con el tiempo, y qué injusto fue aquél ciego infeliz! Si sos tan igual a mí a tu edad, tan pura y eterna desconfiada de esos híbridos innaturales, autómatas humanos de segunda, leyendo instrucciones de un manual en un idioma que, por suerte, ya olvidaste y nunca más entenderás. Pero, claro, lamento ver lo que te costó ese olvido. Siempre jugaste al ‘todo o nada’, y al no darme lo primero, invariablemente recibo un vacío… un vacío gentil y bonito, pero vacío al fin. Ya hace rato que no te animás. ¿A qué le vas a temer? ¿A los lustros de mi fortuna? ¿A lo que no está, lo que no fue? ¿Qué es lo que nos separa? ¿Un momento, nuestras marcas, aquella fecha, un hechizo, una canción? Si es un beso, dámelo (no me lo niegues). ¿Cuántos kilómetros hay en una tarde, en mil días, en una década, en dos vidas? Ya lo dije alguna vez: las distancias las decide uno.”

Cerca de las 22, el hambre golpeó la humanidad de Pablo. Mientras hervía un arroz, freía su cerebro sellando tres sobres, con una saliva casi áspera y una letra que, temblorosa, declaró los destinatarios.
 
Tras la cena, se durmió agotado y precipitadamente, casi tentando a su inconsciente. Y el anzuelo no falló: así, sobre un paño verde, reconoció sus manos, ocultando 4 naipes de notable antigüedad. Pidió una carta más, llegando entonces la quinta a su mano: el 3 de corazones, que también deslucido por el tiempo, mostraba a uno de ellos pálido, mustio, incompleto. Al bajar su juego, despertó; algo alocado, pero ciertamente repuesto. El reloj, nuevamente a su favor, marcaba las 10:05. Con la idea de desayunar en el camino, tomó sus cartas y partió al correo, decidido. Era una mañana fresca y ya no llovía. Y finalmente, tras doblar las mismas dos esquinas a la ida y a la vuelta, habiendo vuelto a su hogar, se lamentó no haber comprado otro Mecano, al tirar al cesto el bailarín envoltorio, junto a los restos de una carta que, despedazada, jamás envió.